Querida M:
Una carta. Lo que puede una carta. ¿Se puede todavía cambiar el destino con una carta? Se habrán desatado guerras a partir de una carta, pasiones, venganzas, amores, amenazas, amistades construidas a partir de cartas, sueños, despechos, desengaños, dolor. ¿Y una carta nunca enviada, o retenida por un tercero? Hay un cuento o una película, que no me puedo acordar, que trata de una carta que no llega a destino, y la cadena de causalidades que genera. Siempre me gustó pensar en eso. Cambiar una cosa de lugar genera una reacción infinita de acontecimientos. Por ejemplo: un frasquito en el botiquín. Digamos el quitaesmalte. De la puerta lateral derecha a la izquierda (¿viste esos botiquines para mirarse de perfil?). Y la chica se levanta a la mañana, se ducha, se seca, se peina, borrando primero con la palma de la mano el vapor del espejo. Abre el botiquín, del lado izquierdo, estira la mano mecánicamente para sacar el desodorante y se cae el quitaesmalte que estaba adelante, obstruyendo el paso de la mano. Y podríamos pensar que se corta con los vidrios (es el cutex de vidrio) cuando los recoge del piso. Y eso es todo, no parece nada infinito, salvo por que el día que precisa limpiar sus uñas baja apurada a comprar a la farmacia un nuevo quitaesmalte, cruza la calle sin mirar y un a taxi le frena a centímetros, M. Y no parece nada infinito si no fuera por que ella se asusta, le baja la presión y el chofer la sube al auto, la sienta en la butaca del acompañante en tanto que el marido vuelve agobiado de la oficina, dobla en la esquina y ve la escena: su esposa en la puerta de su propia casa, recostada en la butaca de un taxi muy cerca del taxista que la acaricia con ternura. Pero en vez de ir y armar un escándalo se da vuelta y desanda el camino, para no volver más. Como en ese cuento de Hawthorne que el marido dice: Ya vengo, y sale de la casa para volver veinte años después, como si nada, y la esposa lo recibe, como si nada. Sin explicaciones, M. ¿Pero sabés que? Sonríe de un modo enigmático antes de irse. Y en esa sonrisa está condensada toda la fuerza del cuento.Y yo tenía esa pretensiones, M. No que tu marido te encuentre leyendo esta carta y sin pedirte explicaciones se de media vuelta para no volver por veinte años como Wakefield (el del cuento), no sin antes sonreír extrañamente desde su convertible rojo fuego. Pretendía al menos que la carta quede apoyada en el mármol del lavatorio (supongamos que la leés mientras cumplís con tus necesidades), y justo después la vas a buscar para mostrársela y leerle la historia de la joven, el taxista y el marido engañado, y en el momento de levantarla tirás torpemente el quitaesmalte de uñas que dejaste apoyado en el mismo mármol blanco. Y precisás limpiar tus uñas. Salís a comprar pero no pasan taxis por Monte Grande ni hay farmacias enfrente de tu casa. Entonces volvés a entrar y te decidís. Rompés esta carta en pedacitos y la tirás por el inodoro para asegurarte de quebrar esa cadena de causalidades temibles. Pero no podés evitar sentir aprehensión cuando tu marido te grita desde la puerta, ¡M, ya vuelvo! Y se ríe con un rictus enigmático